Es curioso cómo solemos esperar de los demás lo que muchas veces nosotros no hacemos. Llevo media vida reflexionando sobre esto e intentando mejorar por la parte que me toca aunque sigo pinchando cada dos por tres. Cada vez que le digo a mi marido cuando discutimos «no me escuchas»… pero yo tampoco estoy escuchándole a él (o incluso soy la única que no está escuchando, que también pasa), por ejemplo. Es fácil ver lo del otro sin mirarnos a nosotros mismos. Porque mirarse a uno mismo requiere atención, requiere esfuerzo, requiere honestidad y valentía, requiere ver cosas que están ahí y en las que hay que trabajar. Y siempre cuesta menos mirar hacia fuera.
¿Cuántas veces pedimos lo que no damos? ¿Cuántas veces queremos lo que no somos?¿Cuántas exigimos lo que no sabemos? Si nos pasa tantas veces en la vida, ¿cómo no nos va a pasar en la crianza?
Hace unas semanas de esto que os voy a contar pero podría cerrar los ojos y sentir que lo estoy viviendo de nuevo. Es de esas veces impagables en las que mi hija tira del cordel y enciende una lucecita que me ilumina entera. A veces puedo escucharme hasta el click en el coco cuando ocurre.
Estábamos en casa, concretamente en el baño. La peque llevaba un rato en un estado de frustración creciente. Ya no recuerdo por qué pero estaba enfadada, disgustada y nerviosa. Yo intentaba ayudarla a calmarse, razonar y superarlo.
_ Cariño, por favor, escúchame. Cuando te disgustas te vas agobiando cada vez más tú sola…
Y entonces, ocurrió:
_ Tú también lo haces.
Lo dijo con un tono revelador. No fue un reproche, no fue una queja, no fue una defensa para justificarse. Fue una simple constatación, si es que con cinco años se puede constatar algo de forma neutra. Fue una lucidez aplastante incluso inmersa en ese estado de ánimo. Fue tirar del cordel y encender la bombilla. Click. Esto está aquí. Tú lo haces. ¿Cuál es tu mensaje, mamá?
Salimos del baño en silencio y me senté en el suelo del pasillo, frente a ella. Y llegó el pensamiento: joder, es verdad. Yo también lo hago. Cuando me pongo nerviosa me voy agobiando yo sola, hasta que o acabo rompiendo de alguna manera (normalmente, llorando) o algún anclaje poderoso me hace volver (normalmente, ella) o pasa el suficiente tiempo como para volver a calmarme (normalmente, bastante). Estoy segura de que hay mucha gente por el mundo para la que la calma es un estado basal tan natural que resulta muy fácil de recuperar. En mi caso, cuando me agobio, me saturo o me desespero, recuperarla supone un esfuerzo considerable.
_ Sí, yo también lo hago. Tienes razón – admití – Deberíamos intentar dejar de agobiarnos las dos cuando nos ponemos nerviosas. Me voy a esforzar cuando me pase, ¿vale?
_ Yo también me voy a esforzar, mamá.
Y así, sin más, la situación cambió completamente.
De verdad, cierro los ojos y todavía puedo saborear las sensaciones que tuve ese día. La conexión con mi hija cuando, sentadas frente a frente, nos cogimos la mano y nos miramos a los ojos como queriendo sonreír. La poderosa certeza de que el mensaje que pretendía darle no habría servido de nada desde la incoherencia. La gratitud de saber que no soy como era hace años, cuando pensaba tantas y tantas cosas sobre los niños, los padres y la forma en la que ambos debían relacionarse, en esa etapa en la que habría manejado una situación como esta de forma muy distinta, y la habría cagado muy mucho. El alivio de no haberlo hecho.
Y la humildad, la real. La que yo creo que he empezado a experimentar por primera vez desde que soy madre. La de saber que quiero que mi hija, cuando crezca, sea mejor de lo que yo soy ahora. Y que en todo lo que quiero que ella sea y yo no soy (aún) no caben lecciones unilaterales. Sólo cabe aprender juntas a hacer todo eso que nos parece importante, hasta que nos salga. A las dos.
¿Cuántas cosas pedimos a nuestros hijos que no hagan pero hacemos nosotros?
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Hola, me ha encantado tu blog, te encontré buscando información sobre crianza respetuosa, yo no lo viví y me quedo en blanco así que cuando tengo oportunidad echo mano de la información en Internet y a veces es difícil encontrar la información real. Vivo con mi hijo de dos años (recién cumplidos) y bueno como por arte de magia, en cuanto cumplió dos años, enfermo y cuando se recuperó volvió más listo, más ágil, más grande y también me dejó sin palabras al ver su primera rabieta, me he quedado pasmada, para mi fue como: ¡Ha comenzado! ¡Llegó el momento! Si estoy con mucho miedo pero también con toda la intención de hacer cúmulos de amor y respeto para sobrellevar uno por uno los días. Mi hijo ha comenzado a decir «piches» piches esto piches lo otro, acá en mi país es como una palabra que denota enfado y que es sensurada, también me he quedado pasmada, cierto que lo digo yo y casi todas las personas con que se relaciona y no le he dicho nada, solo estoy observándolo y es como si no tuviera opciones, yo también lo digo. Por eso el titulo de tu entrada me engancho. Espero seguirte leyendo de aquí en adelante. Saludos de Tijuana, México.
Hola Raquel! Es un período complicado de gestionar pero muy bonito, ánimo! Tengo varios artículos sobre rabietas que quizá te ayuden, ponlo en el buscador del blog y échales un ojo! un abrazo
Hola! Me encanta tu blog!! Gracias!! Vivo en otro país y crío con mi compañero… Sin tribu…. Me ayuda mucho leerte… Me alivia… Me siento acompañada…. Gracias! Un abrazo!!
Ivana
Hola Ivana! Qué maravilla, me alegro mucho, gracias por contármelo 🙂 Un abrazo grande desde esta tribu virtual
Te he encontrado por casualidad buscando desesperadamente, luces para intentar la crianza respetuosa, y tu blog está siendo toda una inspiración…. Gracias.
Me identifico con muchas situaciones q dices y ojalá logré no exigir a mi familia aquello q no hago yo….
Hola Pilar! Gracias por este comentario, de todo corazón. Me alegra inmensamente ser una de esas luces. Tengo una serie muy amplia sobre crianza respetuosa, rabietas, estrategias… ¿has bicheado? Ah, y te recomiendo que te pases por el blog de Rosa Fuentes, es maravilloso. Un abrazo grande! Lo estás haciendo muy bien 🙂