Hace unos meses, chiquitita, yo estaba en el coche yendo a por ti al cole cuando, tras varios días de dolor de espalda y molestias, sufrí un espasmo intercostal agudo. Eso tú no sabes lo que es, pero duele como el infierno, hija. No me dejaba ni respirar. Lloraba de dolor con solo girar el volante. Así que te recogí como pude y crucé contigo al centro de salud (menos mal que está al lado) a pedir que me vieran de urgencia. Como el dolor se irradiaba hasta el esternón por el lado izquierdo, llegaron a valorar si era un infarto. No, no, es muscular, aseguré yo, hablando como podía, que era poco y mal. Y salimos de allí con un fajo de recetas pero sin poder ir a la farmacia a comprar nada hasta que llegase papá a casa porque no me veía capaz ni de llegar yo. Como para darnos un garbeo.
Abrocharte el arnés me hizo gritar. Pensé que no lo conseguiría. Conduje como pude, a diez por hora y sudando, mientras tú protestabas por… la verdad, no sé ni por qué. Porque querías algo que yo no podía alcanzarte y lo querías ya. Llegamos al garaje y aparqué, por llamar de alguna forma a dejar el coche atravesado mitad en mi plaza mitad en la del vecino pero, al menos, no subido a la columna. Desabroché tu arnés como pude y te dije, baja, cariño, por favor. Empezaste a llorar, ¿te acuerdas? Bájame tú. No puedo, cariño, baja. Bájame túuuuuuuuuu. Bájame tú, cógeme en brazos, dame agua, dame el caballito, quiero cerrar la puerta yo, ábrela otra veeez la quiero cerrar yooo, mamá, mamáaaaaaa, mamáaaa escúchameeeee. Bloqueada, entraste en rabieta mayúscula.
Nunca te ignoro y lo sabes bien pero ahí es que no podía, literalmente, levantar la voz lo suficiente para que me escucharas, y mi susurro entrecortado quedaba perdido en los cien mil decibelios de tus reclamaciones. No podía explicarte por qué hoy no podíamos ser más flexibles, no podía agacharme a mirarte a los ojos, no podía abrazarte, no podía nada. Me empujaste dos veces, desesperada e histérica de frustración, a dos manos, como si quisieras tirar abajo una puerta, mientras yo lloraba de impotencia cagándome en los tiempos modernos.
Todavía no entiendes esto pero no sabes cómo maldije la falta de tribu, la que no es virtual, la vecina que viene y te ayuda, no sabes cómo maldije los veinte kilómetros que separan a los abuelos y los yayos de casa en momentos como este, la mierda de conciliación que hizo responder a papá «no puedo irme ahora, cielo» cuando le llamé y le pregunté si podía salir antes del trabajo por una causa tan poco válida para la sociedad como ayudarme contigo porque estoy incapacitada y tú me necesitas. Y a quienquiera que inventase a los niños pequeños y no instalase un botón de pause para este tipo de emergencias. Cómo me hubiera ayudado que tuvieras uno. Pero no lo tienes. Tienes tres años y medio. Tienes un montón de emociones que aún no sabes gestionar, un genio que va despertando (y eso es bueno, aunque a veces desespere) y muy, muy poca paciencia. Lo sé, yo lo comprendo. A veces es difícil ser pequeñita. Pero ser mamá tampoco es fácil.
Subimos a casa. Quítame el pantalón, mamáaaaa, quítamelo que me picaaaaaaaaa, quítamelooooooooooo. Vuelta al bloqueo (del que no habías salido y que se reactivó rápido) y vuelta a pegarme en pleno desborde. Te quité el pantalón entre gritos de dolor y lágrimas porque, aunque realmente no podía quitártelo, me dolían más todavía los empujones que me estabas metiendo. Con toda tu alma. Imposible conectar contigo, imposible pararte diciendo tranquila y firme «estás enfadada pero no voy a dejar que me hagas daño», imposible gestionar nada. Incapaz. Más aún, incapacitada. Justificante médico podría haberte dado, si supieras leer. O si hubiera servido para algo. Pero no hay baja médica maternal cuando estás sola en casa con una peque de tres años en pleno cortocircuito.
Y lo juro. Lo juro por mi vida. Hubo dos instantes, uno mientras me chillabas y empujabas en la puerta de casa porque «no te escuchaba» y otro apretando los dientes del dolor mientras me chillabas y empujabas quitándote los pantalones, en los que me faltó el pelo de un calvo para incumplir mi norma más sagrada: no pegamos, nunca, bajo ninguna circunstancia. Fueron dos instantes terribles, como dos fogonazos, porque pude haberlo hecho: de rabia, de impotencia, de desesperación, de dolor. Hasta de defensa, ante todos los que me estabas calzando tú. Porque sentí que me quedaba sin paciencia, sin templanza. Sin recursos.
Cuando sentí que rozaba estallar te grité: ¡déjame en paz! Me miraste dolidísima. Eso fue feo, lo sé, después te pedí perdón, cuando nos abrazamos, cuando nos supimos volver a conectar. Eso fue muy feo y seguramente te pareció que mamá perdía el control. Pero aunque no lo creas, no lo perdí. Me contuve, me sujeté, como pude, que no fue perfecto ni fue para anotarlo y repetir, que fue a medias y por los pelos, pero lo conseguí. Cariño, yo nunca te voy a pedir que seas perfecta, nunca te voy a pedir que no falles, que todo lo sepas hacer de la mejor forma. Sólo te voy a pedir una cosa: que no cruces las líneas que no quieras cruzar en lo más hondo de ti. Que, aun en el momento más difícil y en el que más sientas que te pierdes, mantengas esa pequeña lucecita de cordura que te diga que, si al final haces eso que te viene, que te tienta, te vas a arrepentir muy mucho.
Casi incumplo mi norma sagrada. Casi. Pero no lo hice, cariño. No lo hice por ti, porque no quiero que nunca sientas un sopapo de tu madre. Pero no lo hice también por mí, porque no es esa la madre que quiero ser para ti. Porque si en algún momento me quedo sin escudos, sin argumentos, sin recursos, sin herramientas y sin control, prefiero gritar o jurar arameo antes que cruzar esa línea. Prefiero retirarme a otra habitación a respirar o a llorar. Prefiero fallar, sin más, y cuando vuelva a poder, repararlo, resolverlo, explicar, reconducir, educar y todo lo que haga falta. Prefiero no tener nunca entre nosotras el instante de mirarnos impresionadas las dos porque te he pegado.
Ni aunque hubiera sido porque…
…. porque ¿qué?
¿Porque no podía más? Tienes tres años. Me pones al límite pocas veces pero algunas sucede. O porque tú lo llevas más lejos o porque yo tengo menos carrete. Claro que vivimos situaciones de angelito-de-los-cielos-dame-paciencia, de respirar profundo, de contar hasta diez (mil), de pedir a papá ocúpate tú porque yo ahora no puedo, ayúdame que voy a estallar. Claro que a veces esta etapa tan increíble, maravillosa, emocionante y mágica, tiene ratos en los que me arrancaría los pelos y le daría a cualquier botón que me llevase en el tiempo a cuando aún no tenía hijos que me presentaran estos desafíos o a cuando crezcas lo suficiente como para que estas cosas ya no pasen. Claro que a veces no puedo más. Pero no quiero pegarte NUNCA por eso, porque yo no pueda con mi maternidad en algún instante.
¿Por qué otra razón pega la gente? ¿Porque así aprendes? ¿Porque así «te enseño algo»? ¿Qué te voy a enseñar si te pego? Que mamá, cuando se ve superada, se vuelve un Gremlin. Que mamá es incapaz de gestionar sus emociones (lo que te estoy pidiendo y enseñando a hacer a ti). Que si a ti te desborda algo no puedes pegar a nadie pero si a mamá la desbordas tú, yo sí puedo pegarte a ti. Que mamá te pega porque tú estás pegando y eso no se hace nunca (¿ein? ¿a que tú también ves el poco sentido que tiene eso?). Que mamá dice unas cosas pero luego hace otras. Que de mamá no te puedes fiar del todo. Que mamá no sabe muy bien lo que hace. Podría enseñarte muchas cosas sí, pero tengo claro que esas no te las quiero enseñar.
En casa tenemos pocas normas, todas ellas razonadas. Siempre te las podemos explicar, aunque aún no las entiendas mucho. Tenemos patrones de actuación familiares («si tiramos algo, lo recogemos; si manchamos algo, lo limpiamos; y si dañamos algo, o a alguien, lo reparamos», ¿verdad, cariño?). Patrones acordados, razonados e integrados que son válidos para todos, papá, mamá y tú.
Y tenemos también límites infranqueables, que no se cruzan bajo ninguna circunstancia, excusa o justificación. El más importante es: no pegamos. No pegamos aunque nos enfademos mucho, mucho. No pegamos aunque nos pongamos muy, muy nerviosos. No pegamos aunque nos sintamos muy, muy desbordados. No pegamos aunque tengamos muchas, muchas ganas de pegar por alguna de las razones anteriores. No pegamos porque pegar duele y está mal. Y también son para todos. Para los tres.
Y te quiero enseñar algo importante, pequeñita. Lo importante del ejemplo. Porque toda esta constancia y coherencia se habría ido al carajo hace unas semanas si, cuando YO me sentí tan enfadada, tan nerviosa, tan desbordada, tan superada, tan frustrada, tan desesperada y tan impotente… te hubiera pegado.
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Tan cierto,,, porque a veces pegar sería lo más fácil para que nosotros soltáramos tensión, es lo que se hace con los niños ¿no? La gente descarga con ellos. Pero es mucho más bonito tirar contra corriente, armarse de paciencia, de cariño, aunque a veces salga un grito como tu dices cuando ya no se puede más, para enseñarles que pegar no es el camino.
Jamás entenderé porque en esta sociedad está bien visto pegar a los niños y no a los adultos ¿acaso ellos no son más indefensos?
Un beso grande
Hola Diana! Qué bien expresado, descargamos con los niños. Con los adultos no porque, en cuanto cruzásemos ciertas líneas, nos frenarían o se irían. Hay que armarse de fuerza y de paciencia, y tratar de ser coherente con todo lo que les pedimos a ellos… qué difícil a veces, pero ¡qué necesario y qué crecimiento personal y mejora de recursos internos! (para nosotros) Un beso enorme, bonita