Ya tenemos los regalos de Navidad de la peque. Aprovechando el Black Friday, el Ciber Monday y todo este batiburrillo de consignas molonas que, a costa de ahorros, nos llaman a gastar, hemos cuadrado muy bien las navidades, cogiendo lo que queríamos coger a buen precio. Sólo lo que queríamos coger, eso sí, y bien que costaba no dejarse llevar y comprar más y más cosas. Porque están bien de precio, porque hay 3×2, porque mira qué monería, porque esto otro ¡cuánto le gustaría!, porque quiero a mi niña con toda mi alma y, por amor, le compraría todo lo que existe en el mundo y más. Me dejaría llevar, pero no quiero. Y es un tema que en casa papá y yo hemos hablado muy mucho porque los dos tenemos clara una cosa: no queremos perder el norte con el tema regalos.
En primer lugar está la cuestión más prosaica. En estos momentos, «conciliando», no estamos para ni para tirar cohetes ni para regalarlos. Por mucho que yo quisiera ir de tiendas a lo Pretty Woman en versión mamá, ahora no es el momento. Eso, por un lado, es una mierda deprimente pero, por otro, es muy práctico. El límite que no pusiéramos nosotros internamente ya nos lo pondría la Visa si un día nos despistamos. Pero no es la principal razón porque, aunque estuviéramos forrados estoy segura de que mi casa no se llenaría de repente de regalos ni en navidades ni en cumpleaños.
¿Por qué? Con las ganas que tengo, en realidad, de ver a mi hija abrir una caja tras otra, ver su cara de ilusión, bajarle la luna, ponerle una moña brillante y regalársela.
Porque, en realidad, lo que yo quiero enseñarle es que los recursos más valiosos que tiene son su voluntad, su imaginación y el tiempo. El que nunca debe canjear o perder en nada material. Que no hace falta tener «cosas» para divertirse, porque el mejor juguete del mundo es la imaginación. Que se puede jugar (y divertirse) tanto con el regalo como con la caja en la que viene metido (y si no, que nos lo digan a su padre y a mí que nos pasamos media hora jugando como dos críos con la caja del edredón nórdico hace años y grabándolo en un vídeo que por suerte o por desgracia se nos perdió en una de las mudanzas).
Porque quiero que aprenda que no necesita de nada para ser feliz, que la felicidad no se mide en posesiones. Porque no quiero que ahora sea un rodearse de juguetes para no aburrirse y luego un rodearse de coches, teles y objetos materiales para no deprimirse y llenar de sentido su vida. Porque no quiero que dependa de nada que no sea ella misma. Y parece una exageración pero nos acostumbramos a necesitar todo tipo de cosas, nos acostumbramos a pensar sinceramente que las necesitamos (la publicidad no es más que el intento de crear en alguien una necesidad de algo que no tiene). Nos acostumbramos a que nuestro humor, nuestra felicidad o nuestra autopercepción de lo que valemos dependa de si las tenemos o no.
Porque perdemos las referencias si perdemos la proporción. Son muy pequeños. No necesitan casi nada. A su padre, a su madre, un montón de niños alrededor, jugar, reír, saltar, mancharse, aburrirse para poder desarrollar su creatividad. Porque cuando leí aquella noticia viral del Ratoncito Pérez y los cien euros que le habían dado al niño que perdió los dos dientes mejor tasados de la historia me quedé en el bucle de la cajera de la historia (¡cien euros!) y me dieron ganas de arrancarme cuatro o cinco y enviarlos por DHL a quien corresponda. Cien euros pueden parecerme una animalada a mí por dos dientes y una fruslería a quien tenga dinero de sobra pero lo que me parece importante no es lo que pensemos los adultos sino el mensaje referencial que les llegue a los niños. Y los niños están entrando en la rueda de consumo cada vez más pronto y más a saco.
Porque recuerdo el árbol de navidad de mis abuelos hasta el culo de paquetes (y el más grande NUNCA era para mí) pero éramos ocho nietos y diez adultos y ese árbol repleto lo que transmitía era que éramos una gran familia, que éramos muchos compartiendo aquel momento navideño, que era una gran fiesta con todos juntos por un día. He visto árboles igual de cargados de regalos (de contar hasta treinta en la foto y sin la seguridad de verlos todos bien) en una familia con dos niños. Comprendo la ilusión, comprendo el amor que hay tras ellos, comprendo todo, de verdad. Pero no creo que sea sano. No creo que sea bueno. No creo que marcar un listón tan alto ayude a la felicidad.
Cuando yo era niña me caían siempre regalos por aquí y por allá, sin ser muchos o grandes cosas. Pero cada navidad y cumpleaños me llegaba de mis tías, mis abuelos, mis padres. Después empezaron a llegar sólo de mis abuelos y mis padres, según crecía. Después mis abuelos faltaron (que fue mucho peor que «que faltasen sus regalos») y sólo me llegó el de mis padres. ¿Qué hacemos al crecer si nos habituamos a sesenta regalos al año entre cumpleaños y navidad y sólo en casa? ¿Qué vamos a necesitar de adultos con semejante referencia inconsciente desde la más tierna infancia? ¿Qué nivel de frustración nos puede dejar perder cien regalos anuales (o NECESITARLOS) si yo sigo frustrada por perder los diez que tenía yo garantizados y tener que contentarme con el de mis padres y el de mi marido? En fin, son las cosas con las que yo me como el coco desde que soy madre y lo pienso todo. Hasta lo que nunca se me pasó por la cabeza.
Estas navidades mi peque tendrá una supermegabici evolutiva que nos ha salido a muy buen precio pero es de los regalos buenos, y alguna cosita más. Por no dejar a la bici sola en medio del salón, pobreta y para regalarle cositas tanto en navidad como en reyes y disfrutar los dos días a tope. Y porque, sí, nos encanta ver cómo abre los regalos. Así que habrá algo más por nuestra parte, una familia de animalitos, ahora que está tan flipada con lo de las familias, un micro para que cante o una plancha de juguete para evitar que me pida la de verdad (pero sin encenderla, mami) y le planche la ropa a los peluches, que es algo que por alguna extraña razón le seduce mogollón y en lo que NO ha salido a mí. Habrá también un juego de construcción magnética para que construya casas imposibles y creativas (y para que tengamos más cachivaches y porquerías sueltos por casa, que es muy de esta etapa) que le traerán los abuelos, algo para colorear, algo con pegatinas para que sigamos yendo al carrefour a comprar con un patito en la frente que ya no recordamos que llevamos… en fin, tendrá juguetes, tendrá regalos, lo pasaremos genial.
Pero hemos puesto un límite, hemos intentado mantener el norte y enseñarle que lo más importante de la navidad, o del cumpleaños, o de la comunión, o de lo que sea, no viene envuelto en un paquete. No podemos olvidarlo. No debemos olvidarlo. Y no quiero que mi hija crezca pensándolo.
Si te parece que mi contenido es útil, ¡compártelo!
Y, si quieres contarme tu punto de vista o tu experiencia, me encontrarás siempre al otro lado en comentarios o en redes 🙂
¿Quieres suscribirte y recibirlos cómodamente en tu correo?
Hola! Opino igual. Mi hija se va a juntar con unos cuantos regalos, entre alguna cosita que ha pedido ella y otras que pensamos que le gustaran o le vendrán bien,
y aprovechamos para regalarlo ahora. Pero con cabeza!
Ya lo tenemos todo y ahora alguna vez dice que quiere algo nuevo o distinto, pues ya no puede ser…le explicamos que el encargo ya está hecho, que para el próximo etc…que ya nos volvemos demasiado locos, tiene que haber un límite! Felices fiestas!
Hola Ana! Es que apetece darles la luna 🙂 Felices fiestas!