Este verano que ya se terminó, aunque no lo parezca, fue un momento de reflexión personal intenso para mí. Se nos echaba encima un cambio de etapa tan completo que me asustaba un poquito, aunque no me lo quisiera reconocer ni a mí misma. Por primera vez en tres años me habría gustado parar el tiempo un poquito o hacer que fuera más lento. He disfrutado cada cambio y avance de mi hija y nunca antes había sentido este vértigo ante lo que vendría, esa nostalgia anticipada de lo que todavía estábamos viviendo. Porque íbamos a empezar el cole y la vida nos iba a cambiar mucho. A las dos. A ella que lo empezaba y a mí, que hasta ese día había estado prácticamente todos los días, prácticamente todo el día, a su lado.
Y eso me hacía reflexionar también sobre esa decisión que un día tomé: la de apañarlo todo como fuera para estar con ella los primeros años. Porque nunca antes en mi vida había sentido una pulsión más poderosa: la de estar con mi cría. Y, como soy más terca que una mula y en otra vida fui un mastín y una vez se me mete algo en las tripas lo hago como sea, me quedé con ella. Con todo lo que eso supusiera.