La culpa: el hijo invisible

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Foto: Pexels

Ninguna madre tiene un solo hijo… Desde el momento en que das a luz, alumbras también una emoción que en unas épocas logras mantener a raya y en otras te gana terreno. La culpa. Una sombra inseparable que te acompaña en tu camino como madre. Al menos, eso siento yo. Y te diría que desde que nació mi hija pero, en realidad, llevo sintiéndome culpable desde que me hice el Clearblue. No todo el tiempo, por supuesto, porque sería para volverse loca. Pero sí con constancia, en un goteo.

Con el positivo llegó una mezcla de emociones y sentimientos. Alegría, asombro, vértigo, triunfo, ternura… y miedo. Un miedo atroz enroscado en la felicidad que sentía en ese momento, que me tuvo en una nube durante horas. ¿A qué? Ni lo sé. A todo. A lo que habíamos hecho, a lo que iba a pasar.

Con ese miedo vino la culpa por primera vez… Mi niña era deseada, pensada, buscada con amor e ilusión. ¿Por qué sentía miedo? ¿Por qué durante un instante tuve ganas de deshacerlo, salir corriendo y esconderme en un armario? Las primeras semanas viví asustada, temiendo que esa pequeña criaturita en formación percibiese esas emociones que no quería sentir pero sentía.

Gran parte de la intensidad emocional fue disipándose a medida que el embarazo avanzaba y las hormonas se serenaban. Pero yo no me sentía bien. El embarazo, tan idealizado y edulcorado siempre, no me gustaba. No digo con esto que no tuviese momentos mágicos, que no mereciese la pena vivirlo. Pero no era ese valle sereno y plácido del que me habían hablado y en el que me había imaginado pasando los días con una sonrisa, un brillo en la mirada y una mano siempre acariciando la barriguita.

Lo de la mano sí era cierto. De principio a fin sentí una necesidad imperiosa de refregarla a todas horas como si fuese un Buddha de la suerte. A veces intencionadamente, con mimo. El resto, en automático. En cuanto tenía una mano libre viajaba sola a la barriga y la acariciaba sin que me diera cuenta. No sé cómo no me saqué brillo. Bien pudo haber salido la niña de tanto frotar, como el genio de la lámpara.

Pero, el resto… no tenía nada que ver con lo que había fabulado. El embarazo me resultaba incómodo, engorroso, a ratos llevadero, a ratos doloroso pero, maravilloso, no. Me sentía agobiada, pesada, molesta. Y volvió la culpa. ¿Por qué no me sentía como las otras embarazadas a las que veía por todas partes, radiantes y a punto de estallar de felicidad? ¿Por qué tenía tantas ganas de que ese período acabase?

Es una de las espinas que llevo clavadas en el corazón, una de mis grandes tristezas como madre. No haber sido capaz de conectarme con mi hija totalmente durante el embarazo, haberla sentido a medias hasta que vi su carita y estalló el amor absoluto que te arrasa y te desmonta, que te hace comprender que, hasta que no eres madre, no has conocido el AMOR con mayúsculas, aunque pensaras que sí. No me conecté totalmente con mi hija hasta que nació. La amé desde que supe que llegaría, sentí la necesidad de protegerla y cuidarla, la deseé y la esperé con ilusión. Pero no fuimos una, y fue por mi culpa. Por mi miedo al proceso, por mi ansiedad ante el parto, por mi inmadurez como madre. Me pesa y me entristece, aun hoy, con el camino transcurrido. La miro, me mira, conectadas como estamos ahora, y me duele el tiempo que la llevé dentro y no aproveché. El tesoro que no supe disfrutar.

Después vino el parto y ya fue el colofón. La culpa me arrasó, de arriba abajo. Me había empoderado con tanta dedicación de cara a ese día que ver lo que sucedió finalmente me dejaba hecha polvo. No sólo había elegido mal, fatal, el hospital en el que depositar mi confianza, un lugar que me vendió la moto de que el parto sería respetado y lo único que respetó fue la libertad de cada persona que me tocaba en suerte de hacer conmigo lo que le diera la gana. No sólo acabe inducida sin necesidad, hasta arriba de oxitocina, con epidural (y mira que resistí, ocho horas de contracciones artificiales cada minuto y medio), con la habitación llena de gente y un largo etcétera. No sólo fue eso, tener todo lo que no quería, sino ser incapaz de defenderme.

Me sentía y sigo sintiendo culpable de lo muchísimo que permití que me bloqueasen, del miedo cerval que me invadió y me nubló al verme «trasteada», de haber llegado a pensar, durante un rato, que me quería morir con lo que estaba pasando. De no haberme conectado de nuevo con mi pequeña, hasta el último minuto, el expulsivo, que me redimió. Culpable de todo, menos de eso. Hasta de haber dado vueltas incansablemente a la manzana para provocar el parto, por si había sido eso lo que fisuró la bolsa.

Mi niñ acababa de nacer y yo ya tenía una mochila de culpas tamaño montañero.

¿Por qué nos hacemos esto a nosotras mismas? ¿Por qué es tan difícil aceptar los errores, aceptar que las cosas que no salen como a una le hubiese gustado, en el momento en el que traes una vida al mundo, aceptar que hacemos lo que podemos, simplemente? Es tal el amor, tal la intensidad y la responsabilidad, que no soportamos hacer algo mal. Algo que pueda influir negativamente en ese pequeño ser que adoramos desde el momento de conocer su existencia. Algo que no cuadre con lo que se supone que debemos sentir, pensar y hacer. Como madres.

El posparto, por ejemplo. Ese período de tiempo tan idealizado, en el que nuestra mente se llena de imágenes de anuncio de Nenuco, acunando un recién nacido, tierno, inocente y adorable. Lo imaginamos tan pleno, tan increíble, que nunca hacemos caso de las advertencias. Lo vas a pasar mal, te vas a sentir despersonalizada, estarás agotada, estarás agobiada, las hormonas, los loquios, la recuperación tras el parto. Sí, sí, pensamos todas, claro. Si ya lo sé.

Y luego se nos echa encima y nos sentimos culpables porque hay ratos en que saldríamos corriendo a gritar a pleno pulmón, en la calle, porque no podemos más, porque nos sentimos inútiles, porque nos abruma ser enteramente responsables de esa bolita de carne con la que no sabemos qué hacer, porque el amor es devastador pero también lo es la desorientación, porque queremos dar el pecho y no conseguimos que se enganche bien y se nos llenan de grietas los pezones y eso duele lo que no está escrito, porque tenemos miedo de todo, de que lo que hagamos esté mal, de que lo que somos esté mal. Porque desde fuera parece mucho más fácil, y nos sentimos una mierda de madre.

Y después vienen nuestros aciertos y nuestros errores, nuestras fortalezas y nuestras cojeras. La crianza. El paso de los meses. Y más culpa. Una, porque no tiene la paciencia que quisiera. Otra, porque no consigue organizarse con los horarios por más meses que pasen (culpable, señoría, van 29 meses y seguimos en el caos). Porque duermes con tu bebé o porque no lo haces, porque lo coges en brazos o porque no lo coges, porque das el pecho demasiado o demasiado poco, porque, hagas lo que hagas, siempre está mal para alguien y siempre cabe la duda de que te estés equivocando. Porque siempre se ve más verde la otra orilla y siempre parece que las demás madres lo hacen mejor que tú.

Porque desde el momento en que das a luz, alumbramos también una sombra inseparable que nos acompaña en nuestro camino como madres y de la que estaría muy, pero que muy bien, empezar a deshacerse, iluminando nuestra maternidad con todo lo que estamos haciendo por nuestros pequeños amores sin pensar en si podríamos haberlo hecho mejor.

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