Han pasado tres años. Quizá incluso sean cuatro. No recuerdo qué edad tenía mi hija ese verano, para poder calcular las fechas de forma exacta. Pero recuerdo la escena como si me la hubiera grabado con un hierro al rojo en la cabeza y tengo la impresión de que va a dar igual cuántos años sigan pasando. Olvidamos millones de cosas pero a veces hay fotogramas y sensaciones que se quedan contigo y no se van. Cada equis me acuerdo de ese niño y me agarra la misma pulsión que sentí ese día cuando vi cómo su padre le insultaba, una pulsión absurda porque no puede ser, porque no sé ni quién es. Pero quisiera acercarme, sentarme a su lado, hablar con él. Explicarle que los padres y las madres no somos más que personas, personas que se equivocan y que no siempre saben hacer las cosas bien. Explicarle que lo que decimos y hacemos no es por cómo son ellos, sino por cómo somos nosotros. Decirle que no es tonto, y que NADIE tiene derecho a llamárselo, y eso incluye a su padre. Decirle que no se lo crea, que no se condicione. Que no se acostumbre.
Era un día cualquiera. Se acercaba la hora de comer y muchas familias con peques empezaban a recoger las cosas. Nosotros seguíamos sentados bajo la sombrilla, cómo no. Siempre vamos a destiempo. A pocos metros, una familia limpiaba y guardaba juguetes. Cuando ya terminaban, la madre se adelantó y empezó a caminar hacia la casa. El padre recogió las cuatro cosas que faltaban y empezó a meterle prisa al niño. Este no escuchaba mucho, porque estaba profundamente concentrado cogiendo algo en la arena. El padre le gritó, exasperado.
_ ¡Que te muevas ya!
El niño agarró con fuerza lo que había cogido, como quien protege un tesoro, pero en dos pasos el padre se le echó encima.
_ ¡Deja la puta concha! – y le arreó una colleja de las que suenan. De las que hacen dar un respingo, a quien la recibe y a quien lo ve – ¡El tonto de la concha…!
Resignado, el niño dejó la concha en la arena y siguió a su padre. Caminaba con la cabeza algo gacha pero me impresionó su ausencia de aspavientos. No gritó, ni lloró, ni protestó, ni se sorprendió. Acató el grito, la colleja y el insulto sin más reacción que un encogimiento al recibirlos. Como si todo fuera NORMAL.
Veis, lo escribo y se me vuelve a contraer el gesto. Han pasado tres años, o quizá sean incluso cuatro, pero me sigue encogiendo el corazón tener la impresión de que ese niño estaba creciendo con una normalidad que incluía que le dieran una colleja y le insultaran a gritos en una playa por entretenerse dos minutos eligiendo una concha, sospechar que en su autoconcepto probablemente se estaba plantando la semillita de que era tonto.
Sigo recordando cada detalle. La solemnidad del niño eligiendo la concha y protegiéndola como si fuera un tesoro. La hostilidad del padre. El tono, el gesto, el volumen, la impaciencia. La colleja. El insulto, impregnado de un desprecio denso y pegajoso: «El tonto de la concha». Qué forma más absurda, gratuita y horrible de meterle un martillazo a la autoestima de un niño. Qué poco comprendemos a veces la enorme responsabilidad que tenemos como padres, el efecto que nuestras palabras y nuestros actos tienen en nuestros hijos.
Sigue impresionándome la ausencia de reacción en el niño, la sensación de cotidianidad, de esas pequeñas cosas que pasan habitualmente. Los dos marchándose de la playa. La concha en la arena. El nudo en mi estómago.
Tres, o quizá cuatro años después, sigo sintiendo la pulsión de acercarme a ese niño, sentarme a su lado y decirle NO: no eres tonto y NADIE tiene derecho a llamártelo. De mirarle a los ojos y decirle que no se acostumbre, que no se lo crea, que no condicione su vida con ninguna etiqueta que le pongan. Que los padres y las madres no somos más que personas, que nos equivocamos y no siempre sabemos hacer bien las cosas… y que lo que decimos y hacemos no es por cómo son ellos, sino por cómo somos nosotros.
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Uff, muy mal, como bien dices los niñ@s están aprendiendo y no saben, tienen que aprender y lo mejor es un buen ejemplo y no frustarser y pegar e insultar a la mínima. Está bien imponerse cuando se portan mal, pero así no, tienen que ir entendiendo con el tiempo y buenas maneras, sino en el futuro estos niñ@s acturarán igual.
Besos,
Anabel