La abuela se acaba de ir. Son las seis palabras que me han llevado a sentarme delante del ordenador a teclear. Porque yo libero el alma escribiendo y mi abuela no se fue a por el pan un lunes, se fue para siempre. Y eso me ha hecho sentir con una intensidad especial algo que siempre he sabido, lo importantes que son los abuelos como figuras referenciales en la infancia, y como seres de carne y hueso que la acompañen.
He tenido el inmenso privilegio de tener cuatro abuelos y una bisabuela hasta los doce años. Ahí se fue mi bisabuela, que con ochenta y tantos bajaba a calzarse un chocolate con churros tras caminar por Gijón y con noventa y pico se ponía las perlas cada mañana en su cama. Descubrimos entonces que, aprovechando el jaleo tras la guerra, se había quitado dos años y había muerto con noventa y ocho en lugar de noventa y seis, como pensábamos. Genio y figura, ya se sabe.
Mantuve los cuatro abuelos hasta los veintitrés años, otro privilegio. La contrapartida fue que se marchó primero la que más adoraba. La que, además de mi abuela materna y mi «otra madre», era una especie de alma amiga. La que siempre creyó en mí, siempre. La que me recogía del cole, la que llamaba al telefonillo gritando «la abuelaaaa», la que nos dejaba preparada una tortilla de patata en la nevera y un poco de compra cuando volvíamos de vacaciones. La que aquel día de mi infancia me miró herida al descubrir que había acercado el termómetro a la bombilla para tener mimos y me hizo sentir lo mucho que puede doler mentirle a un ser querido y ver esa expresión en sus ojos. La que me tenía preparado un bocata de jamón con tomate para que volase en mis recreos de BUP a comérmelo, la que me compraba a escondidas cinco paquetes de turrón de café en mi adolescencia para que los guardase cuando ya dejaban de vender en enero, diciéndome por lo bajo «yo no sé por qué necesitas tantos, te va a sentar mal». Pero me los compraba, porque yo se lo pedía y por mí lo hacía todo. La que se reía escandalizada muy malita en el hospital cuando le contaba chistes guarros pero me decía «cuéntame otro», en los últimos tiempos. La que hasta el último día fue imprescindible, aunque lo siga siendo realmente pero ya no esté.
Pude decir que tenía tres abuelos hasta los veintiocho. Ahí se fue mi otro gran pilar, mi abuelo materno. El que siempre rezongaba diciendo «esta chiquilla es una descarada» pero bebía los vientos por mí, el que no supo dónde meterse cuando a mis tres años me habló de ser mayor y yo le solté muy vehemente «yo de mayor voy a tener pelos en el culo como mi mamá». El que siempre nos miraba a todos con orgullo, el que no soportaba los perros pero rascaba con el pie la tripa de la mía diciéndole que era muy buenina, el que se hacía más el sordo de lo que lo estaba. El que me daba cinco mil pesetas para ir a comer y que no pasáramos hambre cuando tenía dieciocho años y mi primer novio y yo corríamos al verle por la calle, para luego racionar el billetazo en diez McDonalds. El que me entretuvo contándome unas historias increíbles sobre su juventud cuando volvíamos de que me pagara la matrícula de la facultad, unas historias dignas de ser escuchadas que yo pude apreciar porque ya era (casi) adulta. El que me prometió que si me sacaba todas el primer año de carrera me regalaba su coche y luego vivió agobiado nueves meses pensando que tendría que hacerlo, aunque por suerte fui tan tonta que me entró la locura y suspendí tres. El que, cuando yo tuve una inmensa duda existencial entre una pareja y una expareja en mi vida, le contaba a todo el mundo agobiado, meneando la cabeza y suspirando «esta chiquilla tiene un problema, está entre… ¿cuántos hombres eran, dos o tres?, y miraba a mi madre para confirmar. El que al final perdió la cabeza y se volvió una criatura de ternura imposible a la que iba a visitar con el corazón encogido. Hasta que, fuerte como un toro aun en versión pajarillo, se marchó también.
Mantuve dos abuelos hasta los treinta. Ahí se fue el tercero, mi abuelo paterno. Ese abuelo distante, que vivía en otra ciudad y al que veía poco pero que se quedaba conmigo cuando tenía tres años porque yo no quería ir a la playa y me dejaba trastear con la manguera y hacerle un roto a la factura del agua llenando barcas hinchables en el patio de su casa. Ese al que llamé toda la vida el abuelo Totó, casi olvidando su verdadero nombre, porque así lo bauticé con media lengua cuando me acercaba al abuelito-to cuando dormía en la butaca y le llamaba gritándole al oído y despertándole con medio infarto. Ese que sabía de todo y podría haber arrasado en cualquier concurso de la tele, cualquiera, en serio, y que cuando estaba en Madrid me daba monedas de chocolate a la salida del cole. Monedas que yo corría a enseñar orgullosa a las otras niñas, porque me la había dado Mi Abuelo. Ese que se operó y se puso una horrenda e incomodísima vegija artificial externa para que no se lo llevase antes de tiempo un cáncer, sólo por nosotros, porque por él, que no soportaba ni ponerse una inyección, no se habría sometido a perrerías. Ese que se ponía ciego a marisco aunque tuviese pluripatologías que empeoraban con ello y que sabía cómo quería vivir. Ese al que pude ver unos meses antes de que se fuera y que conoció a mi marido antes de que lo fuese, y me miró con orgullo para decirle a mi madre «lo siento, pero es más guapa que tú y ya es decir». Ese con el que quedé en paz.
Y hasta aquí llegué como nieta. Hasta casi los treinta y siete. Me quedo in extremis en unos treinta y seis tristes. Porque este lunes se me ha ido la última abuela que mantenía y esta vez no he podido despedirme. No he podido por primera vez. Mi abuela paterna. La que me miraba cayéndole la baba mientras le trepaba por encima vestida de pastorcita. La que me compró una faldita y cazadora de cuero tipo aviador en El Corte Inglés cuando tenía siete años y le dijo a la dependienta un «¿verdad que parece una niña pudiente?» que hizo que mi madre se quisiese meter bajo el mostrador. La que lo conseguía todo, hasta que la dejaran pasar en un aeropuerto a la recogida de equipajes, porque era imparable y los guardias civiles se apartaban a su paso, aunque sólo fuera para que dejase de contarles su vida. La que con sus buenos ochenta se te agarraba al brazo y te decía, «mi hijo, tu padre, dice tal o cual, pero yo voy a hacer lo que a mí me dé la real gana». Y luego lo hacía. Esa que siempre tuvo un punto de mala follá de los que con el tiempo se recuerdan con una sonrisa. Qué suya ha sido siempre, qué carácter, qué fuerza. Otro toro, como mi abuelo materno. Tanto que piensas que va a salir de todo siempre y un día ves que no y no sabes cómo encajarlo. Mi tía siempre decía que su madre iba a entrar al cielo con toda seguridad, aunque fuera por pesada. Y yo me la imagino contándole a San Pedro su vida en verso en estos momentos y las puertas doradas abriéndose porque, señora, se lo ha ganado usted, y me dan ganas de sonreír. Porque esa era mi abuela, sí señor.
Había pedido fotos de mi hija. Se las íbamos a mandar ahora, por navidad, porque los últimos intentos de que volvieran a verse se habían truncado. Se queda mi hija sin su «bisa» («me lo ha comprado la bisa», decía siempre con sus cosas, y sonaba a tarjeta de crédito y me daba risa) y yo agradezco que sea tan pequeña y no tenga que explicarle aún lo que es la muerte. Le contaré cuando sea mayor anécdotas de su relación con ella, y de los otros tres bisabuelos que no conoció. Le contaré todo lo que yo recuerdes porque es tan, tan importante, el papel de los abuelos en la infancia… quiero que sepa cosas de los míos. Y que sepa que tiene TANTA suerte de tener cuatro abuelos, que espero que le duren TANTO tiempo. Más que a mí aún. Más. Que sea nieta todo el tiempo posible y los disfrute.
Hoy me vienen mil recuerdos de mi infancia, y de mis cuatro abuelos. Cada uno a su manera me hizo sentir nieta. ¿Qué es eso de ser nieta? Es sentirse la criatura más pequeñita y niña y adorada y mimada de la tierra. Porque si hay alguien en la vida que haría lo que hacen por ti unos padres, son unos abuelos. He sido una privilegiada durante treinta y seis años, y lo sé muy bien.
Y ya está. Hoy este post es un diario, es un pequeño homenaje, y es un registro de toda esa etapa de nieta que se cierra. Para recordar a mis abuelos, que ya no están, y para que cada un@ recuerde a los suyos. Espero que los vuestros estén, o hayan estado mucho tiempo en vuestras vidas. Espero de corazón que tengáis ese privilegio. Hay pocas cosas más importantes en la vida.
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A mí también me has dejado llorando, qué bonito escribes, lo siento…
Mi yaya favorita se fue hace ya 15 años, y a veces sigo soñando con ella…hoy me queda sólo uno.
Espero que mi hijo disfrute mucho tiempo de los suyos.
Muchos besos
Hola Silvia! Pues ya siento haceros llorar. Siempre hay uno/a favorito/a, verdad? Con quien la conexión es especial. Cuando murió mi abuela materna yo escribí su panegírico en el funeral y terminaba así «Abuela, te llevamos dentro […] Vivirás eternamente en nuestro recuerdo, y en nuestros corazones». Del corazón no los saca nadie. Un beso enorme
Un abrazo enorme. Yo tengo la suerte de haber conocido dos bisabuelos y tener cuatro abuelos bastante tiempo. Aunque desde hace un buen puñado «nada más» tengo tres, los disfruto siempre que me es posible.
Y ahora, verlos en la faceta de bisabuelos, con mi niño, veo la emoción en sus ojos y se me encoge el alma pensando en como pasa el tiempo.
Ay…me has hecho llorar…de pena por los 3 que me faltan (la última, mi yaya, se fue el año pasado) y de alegría por mi yayo, el que me queda…ese hombre con ideas de bombero que a sus casi 88 y mucho a la espalda, es capaz de hacerte siempre sonreir. Ese que tiene la casa llena de relojes, como si así pudiera controlar el tiempo.
Siento tu pérdida… Pero te agradezco haberme removido el alma.
Esta noche brilla una estrella más en el cielo
Hola Mari! Qué mensaje más bonito, muchas gracias. Siento haberte hecho llorar de pena y me alegro de haberte hecho llorar de alegría. Disfrútalo mucho! Un abrazo enorme
Me ha emocionado tanto…! Si esque som tan importantes los abuelos… y la verdad que quiénes hemos disfrutado de los cuatro somos un@s privilegiad@s. Yo a día de hoy con 26 años tengo a mis cuatro abuelos y lo valoro muchísimo. Y aún así, a estas alturas, singuen cuidándome! Es que dan más de lo que reciben. Tristemente una de mis abuelas este verano le dio un ictus y ya no es lo que era, pero ella sigue luchando a sus 88 años. Y como tu, espero que mis hijas puedan disfrutar mucho tiempo de sus abuelos y además de sus bisas.
Qué suerte! Sí, es un privilegio. Los abuelos lo dan todo, y sentirlo no se te olvida en la vida. Disfrútalos y que tus hijas los puedan disfrutar a todos mucho, mucho tiempo. Un abrazo grande