Si pensase en el mejor padre que podría tener a mi lado no pensaría ni mucho menos en un padre «perfecto». Ya sabéis, uno que sepa manejar absolutamente todas las situaciones que pueden darse en la crianza, que siempre tenga paciencia, que siempre esté de buen humor, que… En fin, no sé ni completar la lista porque no sé cómo carajo sería un padre perfecto. Porque los padres perfectos no existen (ni, por supuesto, las madres). Existen los padres humanos. Existen los padres que tienen ratos buenos y ratos malos, que manejan de vicio unas cosas pero se desbordan con otras, que intentan ser la mejor versión posible de sí mismos desde que ven que otros ojitos se reflejan en ellos y crecen en su ejemplo. Y si pienso en uno de esos y pienso en el mejor, solo puedo pensar en…. ÉL.
Él, que no me ayuda ni me ha ayudado nunca con los niños, porque los siente tan suyos como míos y, sencillamente, los cuida en todo lo que puede dar de sí igual que lo hago yo.
Él, que se deja potrear, que pone la espalda como un bendito para que le salten encima, que los hace girar por los aires chillando como pollos y camina por casa como Neil Armstrong con uno agarrado en cada pata, que se ha llevado ya tantas patadas, rodillazos y cabezazos en los huevos que nos va a acabar dejando de hacer falta pensar en anticonceptivos.
Él, que trata los pañales como si manejase material radiactivo pero los cambia, que actúa como si hacer una coleta fuera de las cosas más complicadas del universo pero las hace, que lleva fatal el caos pero convive con megablocks en el salón, que me mira a los ojos y resopla cuando los dos cantan, corren, gritan y saltan e intentamos recordar lo que era el silencio en esta casa.
Él, que nunca respondería a una llamada sobre sus hijos quitándose el muerto de encima con un «es que eso lo lleva su madre», que conoce a la pediatra porque lleva viéndola y hablando con ella siete años, que se sabe los nombres de profesores y compañeros del cole, que pregunta qué tal han salido los experimentos de ciencias o los exámenes de mates o lo que haya en agenda cada día porque está ubicado en todo, que es un padre más en la puerta del cole cuando hay que llevar o recoger a la peque, que está a mi lado en las tutorías y las reuniones.
Él, que es equipo en la pamaternidad y está siempre al otro lado del balancín para mantener entre los dos como mejor podemos el equilibrio, que se turna conmigo para que como mínimo uno de los dos mantenga la calma cuando al otro le saltan las sirenas y las luces rojas, que cuando no le toca madrugar después se carga la mochila hasta las mil y monas para que yo descanse unas horas sin demandas, me duerma a mi rollo leyendo y me esponje física y mentalmente para poder seguir sobreviviendo a esta etapa preciosa y terrible que en el fondo los dos adoramos (cuando tenemos un segundo de paz para contárnoslo).
Él, que busca los huecos para cuidarse como yo, lo que viene a ser debajo de las piedras y cuando se alinean los planetas, porque en el primer puesto de la lista de prioridades siempre estamos nosotros tres.
Él, que lleva ocho años de trabajo interior para ser cada vez más el padre que quiere ser y cada vez menos el padre que habría sido por inercia y sin consciencia.
Él, que está a veces contento y a veces gruñón, a veces capaz y a veces sobrepasado, a veces O.K. y a veces K.O., pero que está siempre.
El mejor padre que podría tener a mi lado. ÉL.
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