En casa me paso media vida diciéndole a mi marido (o a mí misma cuando me veo hacerlo): cuidado, ¡no etiquetes! A veces pienso que mi vocación frustrada no es monologuista sino reponedora, pero es que lo de etiquetar lo tengo grabadísimo en el cerebro. ¿Por qué? ¿Estoy yo como una cabra (ya os lo adelanto, sí) o es malo etiquetar a nuestros hijos? ¿Qué ocurre cuando lo hacemos? ¿Podemos estar etiquetándolos sin darnos cuenta?
En primer lugar, ¿qué es etiquetar?
Etiquetar es poner un calificativo a otra persona, que la define. En vez de valorar el comportamiento, definimos al niño en base a él, sobre todo cuando se repite.
Estoy segura de que a todos os han etiquetado un millón de veces, como a mí. Durante una época en que la expresión se puso muy de moda, mis padres me decían cuando me enfadaba que era «una verdulera». Pobres verduleras que no tenían culpa de que su profesión se convirtiese en un apelativo pinchón, y pobre de mí que tenía 7 años y lo que necesitaba era que me guiasen para regular mis emociones, ser asertiva y saberme expresar sin necesidad de alterarme. Esto lo estoy aprendiendo con 37 años, porque con 7 pensaba que era «una verdulera», y lo seguí pensando durante mucho tiempo.
También cayeron etiquetas muy buenas. Desde que tengo uso de razón tengo claro que soy muy inteligente. Todo el mundo me lo ha dicho, empezando por mis padres y acabando por esa primera profe de jardín de infancia que me dijo que yo era una listilla (lo orgullosa que vine a contarlo será anécdota familiar para siempre). Y es muy bonito que te etiqueten como “muy inteligente”. Desde luego lo prefiero a verdulera. Aunque me ha hecho vivir necesitando sentir y demostrar que estoy a la altura de la etiqueta. Sufriendo cuando no soy “muy inteligente” y pensando a veces, para mis adentros, si en realidad no seré tonta pero nadie se dio cuenta. Es lo que se llama el “síndrome del impostor”. Porque es imposible cumplir con ninguna etiqueta al 100%, ni buena ni mala. Soy muy inteligente para muchas cosas, pero para las que soy tonta, lo soy de solemnidad.
¿Qué hacen las etiquetas?
Limitan
Porque llegas a asumir que lo que te dicen es lo que ES. Y te limitas para entrar en la etiqueta y no salirte por los bordes. Se anula la capacidad de cambio. Si te dicen desde pequeño que eres “tonto”, nunca explorarás tus límites y tus capacidades, porque estarás convencido de que eres tonto. Si te dicen repetidamente que eres “un desastre”, ¿qué vas a ser sino un desastre toda la vida?
Encasillan
Ya no soy yo, con todas mis complejidades, con toda mi profundidad. Porque soy “el payaso de la clase”. Esto pasa mucho con los hermanos. Este es “el bueno” y el otro “el terremoto”. Y ahí nos quedamos, encasillados en nuestra etiqueta.
Condicionan
Es lo que se conoce como el efecto Pygmalion o la profecía autocumplida. Me dicen que soy “pesado”, “malo” o “trasto”, por lo que me comporto como tal, como creo que debo comportarme para cuadrar con aquello que piensas de mí y que, por tanto, soy.
Las etiquetas son tremendamente poderosas cuando las usamos con los niños y peor cuanto más pequeños porque aún no saben de sí mismos, aún no son realmente, su personalidad se está desarrollando, su propio cerebro se está incluso terminando de formar físicamente, en función de los estímulos externos que recibe. Son poderosas si se las ponen otros niños, más aún si se las ponen adultos y casi imborrables si se las ponemos nosotros, sus padres, las personas cuya opinión es dogma en la infancia, porque somos papá y mamá, y papá y mamá todo lo saben y todo lo pueden. La huella que dejamos nosotros en su personalidad es mucho mayor que la de cualquiera. Así que tenemos que ser más cuidadosos que nadie.
Afectan
Cuando son negativas, cuando censuramos o desaprobamos al niño, son una verdadera patada a la autoestima. No sólo piensa cosas malas y feas de sí mismo, CRECE pensándolas, y su autoconcepto se forma desde ese prisma.
Pero aunque sean positivas pueden ser un arma de doble filo, por la presión del niño para ser lo que su etiqueta dice que es y la ansiedad interior cuando no llega a la altura. También son reguleras para la autoestima porque esta puede construirse en base a la aprobación externa y en conseguir continuamente feedback que confirme que soy “la más guapa” o “el más gracioso”.
Y tanto para lograr esto como para estar a la altura de mi etiqueta, muchas veces voy a tener que renunciar a partes de mí mismo, anularme o reprimirme. Si me dicen siempre que es que soy “muy buena”, no me voy a permitir portarme mal, no me voy a permitir enfadarme y tener una pájara, no me voy a permitir una travesura, no me voy a permitir salir a gritos con mis primos que son «unos terremotos» y me voy a quedar haciendo caso a mi mamá porque soy “muy buena”. Voy a reprimir mis emociones negativas.
¿Qué hacer entonces para no etiquetar?
Para no etiquetar lo primero que tenemos que cambiar es el verbo que usamos cuando pasa algo. Lo tenemos sabido desde el cole, no es lo mismo ser que estar:
- No ERES “una egoísta”, ESTÁS actuando de manera egoísta.
- No ERES “un pesado”, ESTÁS insistiendo demasiado.
- No ERES “un llorón”, ESTÁS llorando.
- No ERES nada, te ESTÁS comportando de la manera que sea.
Es importante definir el comportamiento, no al niño. Por ejemplo, en vez de decir “has roto el cochecito, eres un bruto”, podemos decir “has roto el cochecito, tienes que tener más cuidado al jugar porque si no, se rompen las cosas”. Nos enfocamos en lo que ocurre sin catalogar al niño.
Y esto también nos puede valer para las etiquetas positivas, si nos descubrimos repitiendo demasiado alguna y pensamos que podemos acabar encasillando al niño en ella. No hay apenas diferencia entre “eres muy amable” y “eso ha sido muy amable por tu parte”. Apreciar y agradecer las cosas buenas y bonitas que vemos en nuestros hijos es una forma maravillosa de reforzarlas y de guiarles para que sean considerados, amables o respetuosos, para que se adapten o se esfuercen, o para todo aquello que les queramos enseñar o transmitir en su crecimiento y desarrollo. Siendo un poquito más variados y creativos, lo podremos hacer igualmente sin condicionarles con una etiqueta que en algún momento les pueda pesar.
Y, por supuesto, no volvernos locos. Que es precioso decirles cosas preciosas que sentimos con todo nuestro ser. Para mí mi hija es lo más bonito e increíble que existe y se lo digo de todas las maneras posibles. Eso es el amor de mamá, que me ama más que a nada en el mundo, y crecer sintiéndolo es el mejor cimiento para la autoestima. Sólo tenemos que tener cuidado de no acabar limitando nuestra comunicación o limitándolos a ellos por plantar una etiqueta sin querer.
Si te parece que mi contenido es útil, ¡compártelo!
Y, si quieres contarme tu punto de vista o tu experiencia, me encontrarás siempre al otro lado en comentarios o en redes 🙂
¿Quieres suscribirte y recibirlos cómodamente en tu correo?