Siempre me acuerdo de Bei y esa frase con la que tan bien lo explica: los días son largos pero los años son cortos. ¡Qué razón tiene! Qué largos han sido muchos de los días de estos tres años, sobre todo en esa etapa en la que se fusionaban uno con otro en un día infinito sin noches para dormir y separarlos. Pero cómo han volado los años de esta primera etapa. Con qué rapidez nos hemos plantado en este momento tan crucial en que los últimos destellos de bebé salen volando también, día a día. Muy pocas cosas nos quedan ya de este pedacito de tiempo de inocencia pura, de necesitar a mamá absolutamente, de ese vínculo tan estrecho que casi parecemos una.
Nunca he sido el tipo de madre que cada mes lo celebra con una carilla triste porque su bebé crece y «¡ya está tan grande!», no he tratado de acelerar los ritmos de mi pequeña pero tampoco de congelarlos para que nunca cambiase. He disfrutado viéndola crecer, viéndola cambiar, viéndola florecer. He disfrutado acompañándola día a día. Pero, en este momento, le daría al pause para que me dure un poquito más la primerísima infancia. En este momento, detendría el mundo para poder disfrutarla hasta hartarme, antes de que el bebé se vaya definitivamente al recuerdo y entremos de lleno en la etapa «niña».
Son días revueltos para mí, estos que estoy viviendo con su destete (necesito un poco más de tiempo para hablar de eso). Días de nostalgia, de tristeza, de ternura teñida de pena, de necesidad de silencio, tiempo y espacio, para poder procesar y archivar adecuadamente que esta etapa… se nos termina.
Y se nos han ido terminando muchas pero, por alguna razón, en ninguna he sentido este vértigo. Quizá porque cada avance y cada cambio eran más progresivos. Era un ir perdiendo capas de bebé paso a paso, como quien deshoja una margarita y a cada pétalo que cae llega un cambio, sí, pero esperable. Y uno solo.
Primero se acaban los agús porque se sofistican los ruiditos, y esos primeros gorjeos van tomando forma poco a poco, creando sílabas, palabras a media lengua que se van perfeccionando con el correr de los meses. Ese bebé que apenas logra sostener la cabeza pronto aprende a mantenerse sentado, a hacer la croqueta, a reptar cual marine en misión especial, a gatear levantando ese culillo que tiene que aprender a coordinar, a atreverse con la verticalidad. Llegan los primeros pasos, aprender a manejar las piernas cada vez con más pericia para poder correr, y saltar, y hacer todas esas cosas tan requeteguays que ve que hacemos los mayores. Todo va paso a paso, dando saltos lógicos (aunque emocionantes) y a lo largo de todo ese camino yo he ido acompañando a mi niña todo lo cerca que ella ha querido, procurando no estorbar en sus avances, respetando exterior e interiormente cada paso. Y disfrutándolo.
Y ahora me encuentro con este estómago encogido que me dice que no estoy del todo preparada para el siguiente salto lógico. Quizá porque éste que se nos viene encima es el más grande, el que nos va a marcar un punto de inflexión, un antes y un después entre esta primera infancia tan inocente y mágica y la que vendrá después, ya más consciente.
Y yo siempre digo lo mismo cuando alguien me habla de lo mucho que le gusta la etapa de los seis meses, cuando ya se ríen, o la de los tres años, cuando son divertidísimos. Cuando me hablan de «mi edad favorita es…» y busco cuál es mi preferida y no la encuentro, porque me han gustado todas las edades de mi bichito.
De cuando era recién nacida, una época de la que me habían dicho que es la más «aburrida» porque no hacen nada aún, recuerdo una ternura infinita. Esas patitas de pollo, esos ojitos desenfocados, esa absoluta fragilidad, ese amor que te rompe en dos, que te haría rugir como una leona a quien moleste a tu cría, ese olor a bebé recién salido del horno. Pese a los mil trillones de miedos y agobios que tuve como buena primeriza la recuerdo como pura paz.
La etapa de bebé-que-no-anda fue de las que más cerca nos mantuvo. Durmiendo juntas y bien pegaditas, jugando sentadas en cualquier rincón del salón, tumbadita a mi lado en el capazo mientras desayunaba, con esas tetis en las que empezaba a sonreír y acariciarme la cara en medio de una toma y que me derretían de pura felicidad.
Después vino la siguiente etapa y fue de la noche a la mañana. Una noche se arrancó a dar tres pasos triunfales entre papá y mamá, en el suelo de la cocina, y a la mañana siguiente decidió que aquello ya sería para siempre. Fue la etapa de cumplir por una vez eso de los diez mil pasos recomendados al día, y el noventa por ciento eran dentro de mi casa, siguiéndola a una distancia de seguridad mientras ella caminaba con los andares del monito del Monkey Island y yo me maravillaba de lo bien que siempre ha sabido medir sus capacidades y límites, viéndola ajustar cada paso. Ahí comenzó una fase dulce en la que, más autónoma, me dejaba un pequeño espacio para mí… sin dejar de ser mi bebé.
Las palabras tardaron algo más, porque durante mucho tiempo papá, mamá y agua le parecieron suficientes para todo lo que necesitaba decir. Y un día, también sin más, descubrió que comunicarse molaba. Se le abrió un mundo nuevo de posibilidades y ahí empezó la media lengua que todavía, a ratitos, nos acompaña.
Porque siguen saliendo hoy día pequeños destellos de estas primeras edades que ya hemos vivido. Todo ha ido cambiando tan paulatina y escalonadamente que no hemos sentido en ninguno de los saltos un gran impacto, aunque ahora nos quedemos de repente impresionados por esa risilla pícara de niña y esos primeros razonamientos que son para tirarse por el suelo de la risa, y nos demos cuenta de cuánto ha cambiado todo.
Pero siguen esos destellos. Sigue manteniendo tres o cuatro maravillosas palabras absurdas que sólo nosotros comprendemos y que echaré terriblemente de menos cuando, como otras, se vayan perdiendo según aprende a hablar con corrección. Sigue moviendo los morrillos como un conejito cuando lleva el chupete, ese que de momento no hay quien le quite si se pone triste o está muy cansada. Sigue mirándose con atención los pies a la altura de los ojos con esa bendita despreocupación que sólo existe en la primerísima infancia, en la que puedes contemplarlos tan pichi mientras te limpian el culo, en ese pañal diario que seguimos cambiando de momento, inmersos en el proceso de retirada que nos ha hecho iniciar la cercanía del cole.
Y ese cole que se nos echa encima es el motivo de mi vértigo. Porque es el que lo va a cambiar todo, y más aún en nuestro caso particular. No en vano llevamos tres años y dos meses juntas la mayor parte del tiempo. Se junta ese dejar tantas cosas en poco tiempo (el pañal, la teti, el chupete) con la irrupción de una nueva rutina que nos va a hacer adaptarnos a ambas. Porque hemos tenido el inmenso privilegio de gozar de esa burbuja de dos que es la primera etapa de la maternidad hasta el día de hoy.
Y ahora van a cambiar tantas cosas en tan poco tiempo que no puedo evitar sentir que no me he ido quedando sin bebé, poco a poco, a lo largo de estos tres años, sino que me quedo ahora, de repente y de golpe. Y no me entendáis mal, me parece un cambio de etapa beneficioso y necesario para ambas (abrir esa burbuja y dejar entrar al mundo, para que sigamos creciendo las dos) pero no puedo evitar esta nostalgia anticipada de esta primera infancia que, de aquí a un mes, se nos termina.
Si te parece que mi contenido es útil, ¡compártelo!
Y, si quieres contarme tu punto de vista o tu experiencia, me encontrarás siempre al otro lado en comentarios o en redes 🙂
¿Quieres suscribirte y recibirlos cómodamente en tu correo?
Tengo un nene de 47 meses y te entiendo perfectamente porque a mi me sucede igual con mi nene, me encanta que crezca y ver sus avances pero siento que son tantos y tan continuos que no puedo apreciarlos ni disfrutarlos, que me pierdo cosas y eso que como tu hasta que empezo el cole el año pasado estuvimos juntos y doy gracias cada dia por haber tenido esa enorme suerte.
Tan solo decirte que al menos por mi experiencia con mi nene, por empezar el cole no deja de ser bebe y pasa a ser niño (el mio sigue teniendo cosas de bebote y no tengo prisa ni fuerzo que desaparezcan y tiene razonamientos de viejito con una inocencia brutal y una logica aplastante que me dejan loca y hacen que me lo coma a besos), estoy segura que a ti te va a pasar algo parecido porque es lo que sucede cuando dejamos y respetamos que los nenes tengan sus tiempos y ritmos.
Y decirte que cuando salga del cole querra estar contigo todo el tiempo seguro, que quizas este algun tiempillo del reves asimilando el cambio por el cole ( te pasa a ti y como es logico tambien a ella) y que una vez asimilado seguira queriendo pasar contigo todo el tiempo y mas y que sera tu bebe y tu niña siempre por mucho que crezca porque ella siempre te va a necesitar a su lado porque eres su madre y por muchos años que cumplamos siempre necesitamos a nuestras mamis.
Por cierto, que a mi nene entre otras muchas cosas tambien le llamo bichito.
Un beso enorme.
Qué comentario tan bonito, María. Muchas gracias por ese adelanto de lo que puede ser este año. La verdad es que mi niña mantiene una inocencia que me vuelve loca y espero que no se le vuele demasiado rápido. Es agotador criar 24 horas (seguro que tú lo sabes bien) pero a la vez, es tan bonito no perderse nada, no tener prisa. Ahora se nos viene un cambio a las dos, y me parece que la que peor se va a adaptar es mamá . Un abrazo enorme y gracias de nuevo por este comentario que he leído entre suspiros.